
El colectivero comienza el ritual con un saludo inesperado. El pasajero, sin quererlo, se descontractura. Las puertas se cierran con violencia y los semáforos se sincronizan en verde. El conductor estudia al elegido por el espejo retrovisor. "¿Te pensás que no se va a enterar?". "Dale una llamadita al viejo". "Perdonar es divino". "Deja de esperar a que te pasen las cosas y empezá a hacer que pasen".
El pasajero no tiene tiempo a responder. No se atreve a interrumpir el monólogo revelador del colectivero-gurú. Conoce sus mentiras blancas, los nombres de sus compañeros de trabajo, su trago preferido. "¿Será Dios?", piensa.
"No, sólo un despertador", le contesta. El elegido no alcanza a ver su rostro, sólo retazos de facciones. A veces semejantes a las de un abuelo. Otras a las de un profesor de secundaria. Incluso a las de un amigo de la infancia.
"Si no cambiás ahora, no hay vuelta atrás", le sentencia. Sin tocar el timbre, el vehículo se detiene en la parada correcta. El pasajero sigue confundido y sólo atina a descender de un salto. Con adrenalina busca el boleto en su bolsillo:"DESPERTATE", dice. Más tarde, en el trabajo, nadie le creería...ni él mismo.
El colectivo se cuela entre autos estancados. A lo lejos, parece cambiar el número de línea. Quién sabe qué porteño necesitado levantará mañana.