domingo, 13 de diciembre de 2009

Lluvia de verano

A mis bisabuelos

Cuando el tren cruzó el río Gualeguay, Ana María se derrumbó con suavidad sobre la ventana. Desplegó sus ojos con fascinación para absorber cada color de su segmento preferido del viaje. En la estación de Rosario del Tala las esperaba su criada india, atontada por el calor, para llevarlas al hotel Delfino. Al comenzar el verano, todo el pueblo esperaba la llegada de la Sra. Unanue y sus encantadoras hijas. Su fugaz estadía lo reavivaba de manera imperceptible: había tertulias todas las noches y la plaza pululaba de jóvenes deseosos de tropezarse con aquellas señoritas de ciudad.
A pesar de sus modales de alcurnia, Ana María era en esencia una mujer de campo. Todo el brillo de la Buenos Aires de la Belle Epoque se desvanecía con el perfume del pasto mojado o con la danza de los rayos de sol entre los algarrobos. Todos los años debía volver al campo para desintoxicarse de los rituales de la alta sociedad y redescubrirse a sí misma como una joven minúscula y sencilla. Allí, el contorno del pretendiente arrancado por la tuberculosis emergía sin impurezas, con su mirada diáfana y ropajes resplandecientes. Allí ya no era la treintañera que rechazaba pretendientes adinerados, sino una criatura ligera que podía perderse por horas entre los pastizales. Pronto llegarían los peones para conducirlas del pueblo a su añorado destino.
Ese verano llovió como nunca y los caminos se tornaron en barriales intransitables. La señora Unanue dibujó una mueca de desaprobación cuando leyó el telegrama de su esposo: “No podemos recogerlas. stop. Todos los caminos están cerrados. stop. Deben quedarse en el pueblo toda la semana. stop.”Un simple incidente no desesperaría a una mujer cosmopolita como Rosario Iparraguirre de Unanue. Decidida a matar la espera, ocupó su tiempo en perfeccionar su habilidad en las cartas. María Elena y Rosarito, las menores de la familia, no cesaron de devorar novelas románticas y caballerescas. Ana María, en cambió, decidió aventurarse más allá del hotel y conocer el simpático pueblito que las tenía prisioneras.
La noche entrerriana no mitigó el calor denso y pegajoso. Sin embargo, no pudo con la señora Unanue y sus hijas, quienes bajaron impecables al restaurante del hotel. La cena transcurrió en silencio y señora Unanue no resistió el impulso de continuar el juego de cartas que había dejado suspendido en su habitación.
Libradas de su chaperona, las tres hermanas estudiaron detalladamente todo el salón. Parejas cenando, hombres maduros en reuniones de negocios, mozos secando vasos, una puerta giratoria. Parejas tomando una copa, hombres maduros pagando la cuenta, mozos doblando manteles, una puerta giratoria. Parejas esperando la adición, hombres maduros retirándose, mozos levantando las mesas, una puerta giratoria escupiendo a tres hombres. Tres hombres acercándose.
“Cesar, Alberto y yo soy Alejandro, encantados señoritas”, canturreó el más alto. María Elena y Rosarito intercambiaron una mirada cómplice de excitación. Ana María traspasó sus finos trajes y aires de playboy para deshojarlos como tres jovencitos que no conocían las asperezas de la vida y mucho menos el amor altruista y sacrificado. Estos interinos eran como los porteños que la rondaban, pero con una tonada simpática y modales más cortesanos. Se quedaría un rato para acompañar a sus hermanas en edad de merecer. Pasados los treinta, una mujer no estaba para esos juegos. Pasado el amor, una mujer les escapaba.
Unos cafés después, Ana María había desbaratado su postura premeditada de corsé. Se hallaba hablando de su campo, de sus senderos cándidos poblados de flores y de sus charcos mansos y profundos. Las sensaciones se densificaban a medida que las encerraba en palabras. Alejandro, de porte bohemio, asentía con el rostro iluminado. “Así también te imagino a vos”, le dijo.
La mañana siguiente trajo a los peones camuflados en polvo con cuatro yeguas para escoltarlas a su estancia. Mientras se alejaba de Rosario del Tala, Ana María miró atrás por primera vez. Las notas de Desde el Alma danzaron en su cabeza y sonrió en el anonimato. Hacía años que no tenía una razón para volver.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Mi infancia en anécdotas

Escenas fugaces que no quiero que se me escapen:

Terremoto en el 1ero A

El piso de mi abuela temblaba de vez en cuando. Nunca dejaba de facinarme esa sutil sacudida del subte D, que me invitaba a imaginarme un mundo subterráneo, plagado de enanos y trolls. Pensaba en toda la gente que estaba pasando en ese instante bajo mis pies. Sí, el subte me fascinaba: la brisa caliente que exhalaba su entrada, el vaho de los cuerpos estresados, los rostros contracturados, los rostros anhelantes por la llegada al hogar. Andar en subte era casi tan divertido como caminar rápido por Santa Fe. Como interina, adoraba sumanrme a la corriente de personas apuradas, figuras inertes, sin alma, que transitaban la melancólica Buenos Aires. En mi Mardel eramos todos felices. No por nada le decían La Feliz.

Papá Noel y su distribuidora
Elegí una bicicleta de varoncito. La vi con mi papá en la bicicletería, con tonalidades verduscas y unas pequeñas estrellitas en el asiento. No conocía entonces el verde musgo, el verde militar, el verde botella. Era sencillamente una bicicleta verde. Tardé en entender cómo había hecho Papá Noel para llevarla a mi arbolito. Empecé a pensar que quizás con tantos niños en el mundo, el barbudo se había convertido en un distribuidor de juguetes. Esa noche creí verlo. Estaba segura, una luz fugaz en el jardín con forma de trineo. Hasta el día de hoy me la acuerdo como si hubiese sido real. Parece que esa bici había hecho de Noel mi héroe.

Mi abuelo mágico

Para mí, mi abuelo era lo más cercano a un arlequín. Siempre entraba con un chocolate posado sobre su cabeza, esperando a que reaccionemos desesperados. A veces hasta se ponía un sombrero ridículo y hacía como si nada. Sabía muchos trucos de magia con cartas y adoraba cantarnos canciones de antaño, inclusive algunos tangos. En ellos se traslucía su figura esbelta y gallarda, bailando agraciada en las fiestas del pueblo. Es una maña que nunca lo abandonó, inclusive carcomido por el alzeheimer, al escuchar unas notas en el piano se lanzaba al salón del geriátrico a orquestrar unos pasos. Los viejos putrefactos lo aplaudían como a Astaire.

Las artimanias de la Rata Pérez

Cuando estaban mis abuelos en casa, el Ratón Pérez era millonario. Desde la cama vecina, veía cómo mi hermanita encontraba sumas generosas en un sobre cada vez que expulsaba un diente de leche. Su timing era perfecto. Pensar que la primera vez la Rata Pérez me trajo un jabón y una gorra de baño. Otra vez se me cayó un diente mientras estaba con anginas. Desperté la mañana siguiente y busqué con avidez debajo de mi almohada. Nada. Nada entre las sábanas. "Buscá en la almohada del medio", dijo mamá. Allí estaba una maso de cartas de Sara Kay. ¿Cómo había hecho el Ratón para meterlo ahí? Era un comportamiento inusual de Pérez. Busqué durante días su cuevita en la pared para agradecerle tan acertado regalo. ¡Rata escurridiza!