jueves, 7 de octubre de 2010

The Land of the High Fire (parte 1)

Cristanía se desplomaba bajo la nieve. Entumecida en sus mejores andrajos, Hilda esperó tiesa la llegada del cochero. En su cabeza repasaba, a modo de conjuro, los pocos datos que le había dictado el ama de llaves. A family of old lineage. Six children. Their household in the Land of the High Fire.

El carruaje emergió de las callejuelas borrosas. Hilda subió sin hacer preguntas, enmudecida por la peculiar fisonomía achinada de su conductor. El frío densificó su sangre, forzándola a dormir sin tiempo ni espacio. Cristanía se hizo diminuta. También Inglaterra, Niederfield y su joven amo.
La vibración se detuvo. Aletargada, Hilda descendió del carruaje para verse encogida en la cavidad de un abismo. El esquivo conductor ya había cargado su baúl en un minúsculo bote y se disponía con impaciencia a abandonar el continente. Montañas estoicas, a la izquierda, a la derecha, al frente. Montañas o esfinges la custodiaban, la asfixiaban. Y el hombre ya no era chino, quizás aborigen de una raza olvidada.

La isla se reveló espesa y escarpada. El cochero la guió por el bosque hermético, por un camino sin marcar que parecía conocer de memoria. La nieve no penetraba las coníferas y la luz se rendía ante la supremacía del follaje. Cerca de la cima, el mar se calló abruptamente, amenazado por los pinos. Sólo hojas secas desgarrándose bajo sus botas, sólo humedad suspendiendo su lucidez. Ya era de noche, pero no lo notó.
El olor que exhalaban los troncos moribundos, cada vez más insufrible, le hizo saber que estaban cerca. La vio desde la curvatura de su ojo: un coloso de madera rojiza que se perdía entre las copas de los árboles. Maciza y dominante, parecía balancearse como un navío vikingo sumergido en el aire viciado. No adivinó su antigüedad ni sus escurridizas dimensiones. Tampoco si era una casa o catedral desplomada.

(...) Continuará

martes, 5 de octubre de 2010

De Buenos Aires con furia

Cuando está de buen humor, Buenos Aires te hace algún regalo. Ayer encontré una veintena de fotos regadas en la calle, cadaveres de una pelea pública de amantes. Eso supuse, porque nadie tira fotos ochentosas de un viaje a Egipto.
En esta ciudad-coliseo se montan escenas furiosas, donde parejas despechadas exhiben sus tripas a la multitud hambrinta. Es que los porteños buscamos sangre, buscamos tango, buscamos piquetes. Y cuando los encontramos, nos adherimos a ellos como hormigas carnívoras.
Allí estaban los restos de una relación, para que cualquier transeúnte se lleve un souvenir. En ellas, una amazona rubia posaba a lo lejos entre monumentos que la hacian parecer ínfima. En una foto aparecía él, pero sólo en una. ¿Qué hecho detonó la desecración pública de sus recuerdos?
Yo acepté el regalo de Buenos Aires y arranqué las fotos del pavimento. Tenía que atrapar los sentimientos que quedaban en ellas antes de que se escurrieran por completo. Esas noches de entrega, la llegada de los hijos, las primeras vacaciones. La ciudad me había elegido como su guardiana.
Pero tirar fotos al viento cuando termina un romance es típico de una mujer resentida. ¿Y quién no se recuerda maldiciendo con ímpetu los objetos de una relación? Pensandolo bien, estas fotos deben estar engualichadas. Mejor le devuelvo el regalo a Buenos Aires, a través del primer tacho naranja que encuentre.