miércoles, 1 de septiembre de 2010

El Recolector de Paraguas de Buenos Aires

Odio a la gente que usa paraguas. Nos roban los techitos, nos lastiman los ojos y se creen los dueños de la vereda. El mundo se divide en dos: los previsores paragüeros y los incrédulos mojados. Es que cuando el señor regordete del tiempo dice que va a llover no le creo  mucho. Además, tengo que arrastrar el paraguas todo el día como si fuese una pata de palo y me lo termino olvidando en algún rincón escurridizo ¡Cuántos olvidadizos en esta ciudad deben dejar huérfanos a sus paraguas! Ahí hay un buen negocio: ser el recolector de paraguas olvidados de Buenos Aires.
Hoy, el Recolector de Paraguas de Buenos Aires debe haber juntado cientos de paraguas: 200 olvidados en paragüeros de lugares públicos, 50 en taxis, 100 en los trabajos, 20 en bibliotecas, 80 en restaurantes. Al caer el sol los lleva al Viejo Hospital de los Paraguas para que los examinen, cosan sus heridas, enderecen sus patas maltrechas. El cirujano plástico los pinta de colores vibrantes y hasta les imprime figuras nuevas, estampas, patrones. Les hace un cambio de look a medida de sus futuros portadores y casi siempre lloran de felicidad al ver su nueva fisonomía frente al espejo. Los que no sobreviven son llevados al Cementerio de Paraguas, donde les dan una sepultura digna y un epitafio personalizado: "Aqui yace el paraguas rojo de Marielita, el más osado y pasional entre sus pares".
Con una buena noche de descanso, el Recolector de Paraguas los vuelve a cargar prolijamente en su carrito negro. Recorre una a una las calles porteñas, depositandolos en las puertas de los que los necesitan. Casi siempre son incrédulos mojados como yo, que nunca tuvieron uno o que siempre se compraron los de $20, con menos vida que las mariposas. Al abrir su puerta, el portador se encuentra con su nuevo paraguas recostado en la alfombrita de entrada, casi como Cleopatra cuando sorprendió a César. Se abrazan, lloran juntos y planean un futuro al resguardo de las tormentas y los vendavales. En ese instante, Buenos Aires estalla en bocinazos eufóricos y engorda sus nubes para el paseo inaugural bajo la lluvia.