viernes, 23 de noviembre de 2007

días sin vos

Los días sin vos son lánguidos
Mensajes en vidrios empañados
Bolsas sacudidas por el viento
Tristes muñecos desmembrados

tu mirada negra

Si me fulmina tu mirada negra
Me dejas en carne viva
Titubeante como quinceañera
Y quebradiza como lirio

Si me apuntas con tu mirada negra
Todos mis esquemas se destiñen
Sismos derriban mis convicciones
Y destronan mi altanería insigne

Si me estacas tu mirada negra
Se astilla mi boca rancia
Bramo amargura a distancia
Y espumo envidia acerba

martes, 13 de noviembre de 2007

Can buy me love

El amor es más barato que un paquete de cigarrillos. Por su valor compraríamos una escena de la película más melosa en cartelera, bailaríamos sólo una canción de reggetón con nuestra presa de la noche o alcanzaríamos a hablar un par de segundos por celular con nuestra amiga chismosa. Con sólo 80 centavos en moneditas de insólitos tamaños podemos acceder a una vidriera de pretendientes. El colectivo, el subte y el tren son recipientes herméticos que agitan la estrategia de seducción urbana entre sus pasajeros.
Sos mi idea de felicidad enclaustrada en la multitud. Detono mi mirada camuflada. Los otros son la maleza que me impide llegar a vos. Me infiltro, me cuelgo del caño con falso erotismo, avanzo a machetazos con mi cartera. Sos el amor de mi vida.
La multitud que aprisiona mi cuerpo me destiñe. Tus ojos me esperan agazapados. Feroces arañan las siluetas que nos separan. Suspiras y empañas los cristales. No desesperes, ya llego.
¿Cuáles serán tus vicios al amar? ¿Son hombre de rosas o de bombones? A mi me gustan las rosas frescas, llenas de perfume. Espero que lo adivines.
Parecés ingeniero, estás demasiado prolijo.
El momento de la danza. Mareos. Destreza. Por fin nos miramos a los ojos. Percibo el contorno de tu lunar. Me acerco, me tomo con fuerza de un asiento. Rozo tu piel. El movimiento del motor es nuestro ritmo, el colectivo nuestra pista. La ráfaga de aire que se cuela por la ventana te dan un look de pasarela. Instante perfecto, de película. El vals de Drácula y Mina. La danza de Shakespeare y Viola. Las piruetas de Sandy y Danny. Todos seguidas un de beso.
Te acercás más..sí tengo fuego, tengo hora, tengo lo que quieras. Soy lo que necesitas. Estirás tu mano sin pedirme permiso. Buena táctica. Pero ¿tocás el timbre? Es excusa ¿no? ¡No!¡No! No me dejés.
No puedo seguir soportando los amores transportables, borbotean mi sangre, incitan mis delirios. El deleite es tan fugaz y el precio demasiado caro. Bah, no tanto, ¡80 centavos!

lunes, 5 de noviembre de 2007

amar o morir

Dicen que amores como el suyo eran los de antes. Supongo que sólo necesitaron un entorno adverso y un tirano para deificar a dos amantes en el panteón criollo. Camila O’Gorman y Ladislao Gutiérrez eligieron la piel del escándalo y del exilio para protegerse de la condena de una sociedad inquisidora. Tenían que morir en manos de la Federación para hacerse inmortales.
Camila. Camila O’Gorman. Puedo susurrar su nombre como un cuento de hadas, un conjuro o una travesura. Era la Buenos Aires de los pregones y la mazorca. La iglesia del Socorro, en Suipacha y Juncal, se alzaba elegante entre las quintas arboladas del barrio. Un joven moreno, de cabellos ensortijados y mirada viva oficiaba misa todos los días. Su nombre era Ladislao Gutiérrez. Tan difícil de pronunciar que Camila jamás lo olvidaría.
Ella vivía a sólo unas siete cuadras con sus padres y seis hermanos. Todavía podemos verla con su frescura veinteañera dirigirse brincando a la Iglesia para embelesar a todos con sus cantos. Su exquisita palidez y acomodada estirpe amontonaba curiosos y pretendientes. Había heredado la belleza frágil de su abuela Anita Perichón, amante del virrey Liniers. Sin quererlo, las visitas a la Iglesia se habían convertido en su mandato personal: devoción a un dios y devoción a un hombre.
Ladislao articulaba sermones fogosos desde el púlpito. Camila atendía con el corazón encendido y alimentaba inocentemente un cariño que la incendiaría. Su presencia iluminaba el húmedo templo para el joven párroco. ¡Camila! Sólo a ella podía clavarle la mirada y lanzarle sus palabras como saetas.
Una tarde calurosa, Ladislao conversaba enérgicamente con Eduardo, un compañero de seminario, cuando la graciosa muchacha de mirada café se acercó corriendo por el pasillo hasta donde ellos estaban. Era la hermana de su querido amigo. Camila. Ese fue el comienzo de largos paseos bajo los jacarandás de Palermo. A medida que él le aclaraba sus dudas espirituales, ella le acrecentaba las suyas.
Una fuga. Había que dejarlo todo por amor. La familia, los hábitos, todo. Dios sería su juez y su testigo. Camila pensó en lo que perdería. Tardes de té bajo el sauce. Noches de poesía con su padre. Fiestas de la sociedad con sus hermanas. Filas y filas de pretendientes. ¿Hasta dónde llegaría el perdón y hasta dónde la cólera? Ya nada importaba. Irían con poca ropa y un par de caballos hacia Luján hasta llegar a Corrientes y quizás hasta Río de Janeiro.
El 12 de diciembre de 1847 dejaron la protocolar Buenos Aires y llegaron al pueblo vecino de Luján, como lo habían previsto. Allí las estrellas cubrieron su lecho de ramas. A lo lejos, la ciudad espumaba odio y consternación. Le tomó diez días al padre de Camila denunciar la fuga ante el gobernador como “el acto más atroz nunca oído en el país”. El obispo porteño pedía a las autoridades que “en cualquier punto que los encuentren a estos miserables, desgraciados infelices, sean aprehendidos y traídos, para que, procediendo en justicia, sean reprendidos por tan enorme y escandaloso procedimiento”. El huracán ya se había desatado.
Juan Manuel de Rosas era un tirano impredecible. Asesinaba sin justificación y perdonaba por capricho. Quizás se hubiese apiadado de los enamorados, pero como todo déspota no podía tolerar la desobediencia en el seno de su alta sociedad. Los meses pasaban para los amantes, quienes se camuflaban bajo pasaportes falsos: Máximo y Valentina, maestros de una escuelita de Goya.
La sombra de la Federación los tomó por sorpresa cuatro meses después y los trasladó en dos carros separados hasta la prisión del lugar. Camila yacía acurrucada en la húmeda celda, mendigando oír la voz de su amante. Una palabra, un lamento, algo. Su amiga Manuelita la podría ayudar, después de todo era la hija del Restaurador. Le escribió una carta de letra tímida y prosa desesperada. Manuela la alentó a que no se dejara quebrar porque ya acudiría en su ayuda. Mientras tanto, ella acondicionaba las celdas en Buenos Aires para los amantes. Pero su padre tenía otros planes.
Rosas era inmutable a los pedidos de clemencia femeninos, pero no soportaría los de su hija. Tenía que ser sutil y actuar con rapidez. Los amantes declararon ante el tribunal de San Nicolás estar “satisfechos a los ojos de la Providencia” y “tener la conciencia tranquila” por su conducta. Camila recordó con la mirada vidriosa cómo su romance había comenzado tiempo antes de la fuga y cómo ellos se habían desposado ante Dios y no ante los hombres.
Amaneció el último día para Camila. Era 17 de agosto, y los golpes violentos en el portón de entrada anunciaban la llegada del Restaurador. Muerte. Ejecución inmediata de los reos. Fusilamiento. ¡Camila! ¡Camila embarazada! ¡Piedad! ¡Misericordia! Otra carta urgente a Manuelita Rosas, pero ésta jamás llegaría. Para el tirano que su hija abogara por el amor sobre orden era una deshonra.
Federación o muerte. No. Amor o muerte. Y así fue. Sentaron a los amantes en dos sillas y los cargaron con los ojos vendados hasta un patio rodeado de muros. Los soldados los ataban con manos temblorosas. La voz, la voz de Ladislao. Se despidieron. “Asesínenme a mí sin juicio, pero no a ella, y en ese estado ¡miserables...!” gritó desgarrándose el sacerdote. El capitán Gordillo mandó redoblar los tambores para acallarlo. Esas fueron sus últimas palabras.
Sonaba música marcial cuando Rosas dio la orden. Camila lloraba con un rostro de piedra mientras recordaba aquella tarde calurosa en Nuestra Señora del Socorro. El pasillo. Los ojos incendiarios. Las conversaciones bajo los árboles. Cuatro balas alcanzaron primero a Ladislao. El instante que los separó se multiplicó en siglos de tortura. Luego el abrazo del plomo. Sacudimiento. Serenidad. Encuentro.
La rabiosa Buenos Aires que los había cazado ahora los convertía en mártires. Necesitaba una historia de pasión y muerte para saciar su apetito bestial. Había matado a la niña y al sacerdote. Pero sin saberlo, los había convertido en literatura.

domingo, 4 de noviembre de 2007

El confesionario


A veces pienso que un cortado mitad y mitad es una pócima para la verdad. Sino, no me explico cómo siempre termino exponiendo a corazón abierto mis fibras más íntimas. Creo que no soy la única practicante de tan cotidiano ritual de revelación: espiando a la pareja de la mesa de al lado, a las amigas de enfrente, me tranquilizo. Un bar se convierte en santuario, donde se logran las confesiones más singulares y se promete discreción.
En cada mesa se encarna un pequeño "Causa Común", donde figuras cotidianas juegan en los papeles de confesor y confesante. El café siempre es una excusa, un símbolo, un medio para paliar los nervios. Adivinar las historias que se desarrollan en ese preciso instante es un deporte no reconocido. Ella bebe un sorbo y dice: "no va más". Se levanta de la mesa y él paga la cuenta. "Es la culpa de él, la estaba engañando" me digo y arrastro mi atención a la mesa contigua. Dos amigas que consuelan a una tercera. "Seguramente cortó con el novio; esta la saqué fácil" fanfarroneo y decido buscar un objetivo más desafiante.
Antes de perder mi ritmo, encuentro a mis presas: una pareja recluida en un rincón del barcito. Es más tentador si no escucho la conversación, si me guío por gestos, sutiles miradas, muecas pasionales o inclusive por lo que están consumiendo. Él bebe enérgicamente un café doble, esto indica que es un hombre de carácter fuerte, viril y que está esperando una confesión. Ella está de espadas, pero puedo ver cómo juega con una servilleta. No están tomados de las manos, él busca hambrientamente su mirada pero ella lo esquiva. Finalmente, el clímax, la erupción de palabras. Él se transfigura por unos brevísimos segundos y rompe el silencio con una carcajada. La abraza, se besan. No era tan difícil: una declaración de amor.
La posmodernidad nos ha remolcado un nuevo confesionario. Exposición pública y privada a la vez, globalización e individualismo conjugados en un mismo espacio. Podemos imaginar a Paris y Helena planeando su escape, a Romeo y Julieta citándose a escondidas, a Sócrates y Platón criticando los sofistas, todos sentados en la mesa de un café. Serían situaciones totalmente verosímiles para el hombre contemporáneo. En los bares se han planeado revoluciones, se han confesado infidelidades ¿Y cuántas primeras citas? ¿Cuántas propuestas de matrimonio? ¿Cuántas noticias desafortunadas? Todo se lo debemos al ritual liberador de tomar un café.
Con un café en la mano y una mesita de por medio no hay temor que nos trunque, el flujo es libre y sin peajes. Parece que hoy en día la gente ya no se anima a confesarse con un sacerdote.¿Le deberemos esta crisis de fe a esta joven costumbre? Nos acostumbramos a vomitar nuestras verdades en bares y cafetines, y este ejercicio ha atrofiado esta práctica religiosa. La comodidad de una silla acolchonada, un cortado, un tostado, un amigo enfrente…¡sì! El confesionario resulta ser menos confortable. Así somos de posmodernos, buscamos lo familiar, lo fácil. Quizás confesar una infidelidad en un lugar público sea más seguro. Quizás el tiempo en el que se bebe un café es el justo para extender una charla en una primera cita. Quizás proponemos matrimonio en un bar para que todos los clientes aplaudan nuestra gallardía. No sé, son demasiadas preguntas y necesito comprarme mi cortado mitad y mitad para responderlas.

Aguafiestas




Sólo las palabras me sobreviven
Todo lo que fue carnaval entre nosotros
Hoy son las sobras de una fiesta
Comida que se deshecha en los basureros
Y rosas destiñéndose sobre los manteles

Y cómo explicarles que te conozco
Cómo hacerles comprender que tu lunar es mío
Que tu cuerpo imaginario es mi territorio
Tarde, nunca llegará el brindis
A nuestra fiesta se la llevó la lluvia

Nos indigestamos con palabras no dichas
Desperdiciamos cuartetos con otras personas
Nos encontró la noche espiando nuestras espaldas
Pero entre nosotros nada de canciones
Sólo el amor tácito que nos juramos en un cuento