martes, 30 de marzo de 2010

Invier-NO!!

No hay nada más deprimente que la lluvia. Claro que todo depende dónde y cuándo caiga. Todos odiamos un fin de semana encapotado, un temporal que nos espanta de la playa, a las mañanas de invierno con llovizna gélida y a los casamientos pasados por agua. Pero si llueve cuando estamos emponchados en la cama o si es una lluvia aterciopelada de verano, nos deshacemos de placer.
Si el viento polar e inclemente acompaña a la lluvia, nos puebla de cicatrices el rostro. Los árboles tiemblan en cueros y el mar se azota colérico contra las rocas. Todo es claustro y asfixia, oscuridad y conjura. Corrección: No hay nada más deprimente que el invierno.
Los primeros romanos creían en sólo dos estaciones: hiemsver. La primera hacía referencia al 'tiempo de invernar', mientras que la última estaba compuesta de nuestras rutinarias primavera, verano y otoño. Dos momentos del año que indicaban dos estados de ánimo diferentes en los dioses: En hiems, Ceres, 'la portadora de las estaciones', lloraba la ausencia de su hija Prosperina, mientras que en ver la volvía a recibir a su lado. Baco, el dios del vino y la vegetación, cuyo talento era encabezar fiestas desenfrenadas, moría cada invierno para renacer en primavera. Si los dioses estaban deprimidos, ¡qué dejaban para los hombres!
Creo que por eso Geoffrey Chaucer defendía con maestría la primavera:
"Las suaves lluvias de abril han penetrado hasta lo más profundo de la sequía de marzo y empapado todos los vasos con la humedad suficiente para engendrar la flor; el delicado aliento de Céfiro ha avivado en los bosques y campos los tiernos retoños y el joven sol ha recorrido la mitad de su camino en el signo de Aries..."(Cuentos de Canterbury)
Es que la primavera es eso: promesa de verano. Nuestras venas estallan festivas, la brisa cálida se pega a nuestro cuerpo, el sol se alza vanidoso y triunfal. ¡Cómo no amar esta estación, si también es sinónimo de vacaciones! Y mejor aún, ¡es mi cumpleaños!
Por eso T.S. Elliot es mi enemigo jurado. ¿Qué clase de persona odia a la primavera? Esa mirada lascerante y descarada esconde demasiado. No puedo delinear los versos de "La tierra baldía" sin extrañamiento:
"Abril, el más cruel entre los meses,
Hace que nazcan lilas en la tierra muerta,
Mezcla recuerdos y deseos, sacude
Raíces perezosas con lluvias vernales.
El invierno nos puso los abrigos, cubriendo
La tierra de olvidada nieve, alimentando
Una mezquina vida con inertes tubérculos."
Quizas estos versos entreveren algo de sabiduría: el invierno nos anima a acurrucarnos, a pegar nuestros cuerpos, a aglutinarnos con nuestros seres queridos. Es tiempo de reflexión, de desbocar nuestra memoria, de suspender nuestro desenfreno y la voracidad de los sentidos. Un punto para T.S. Elliot.
Pero se necesita mucho más para convencerme. Para despojarme de las noches con vapores de jazmín y cerveza. Del cosquilleo vivificante de las olas, de la succión hirviente de la arena, de las frutas fibrosas y los helados adictivos.
El verano está en mí y yo en él. Soy alegre, despreocupada y danzarina. Perezco con rapidez ante lo efímero y no hay ser que me complete como el mar bravo y curativo.¿A qué clase de criaturas les estimula el invierno?  Me los imagino huráneos y esquivos, Jane Eyres y Darcys. No hay caso, pertenezco al verano. ¡Soy del equipo de Baco! ¿Eso me hace una Bacante?

lunes, 22 de marzo de 2010

Que no cunda el pánico

Cuentan que cuando nació Pan, el dios griego de los pastores, su madre se horrorizó con su apariencia: rostro barbudo, ojos pícaros, cuernos y miembros inferiores de macho cabrío. Obviamente, su padre Hermes se sintió orgulloso de tan varonil porte.
Todo ruido desconocido en los campos y bosques se le atribuía a esta divinidad silvestre. Los campesinos temblaban al imaginar a semejante personaje vociferando en las oscuridades. Debe de ser por esto que surgió la expresión deima 'panikón' o 'miedo causado por Pan', que se abrevió en la palabra griega 'panikós' y que, tras pasar por el latín 'panicus', formó el castellano 'pánico', con significado similar: 'miedo intenso por algo de origen desconocido'.
Por ello, cada vez que nos invada el miedo, situémonos en esta colorida escena: noche prieta, vegetación sedienta y espesa, sonidos lascerantes y el rostro, ese rostro belludo y subyugante, acechándonos desde la maleza.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Espantahombres

Para vos, Luli, mujer de fuego...

De chica jugaba a Xena, la princesa guerrera. Me lo tuvieran que haber prohibido, castigado cada vez que me ataba mi capa de sábana. Jugar con las Barbies me hubiese salvado de tan funesto destino. Ahora los hombre huyen de mí. Soy una Espantahombres.
Todas las noches, mi mamá se sentaba al borde de mi cama a contarnos historias. Los personajes tempranos eran más que nada animales, como la mariposa Margarita que se arreglaba para ir al baile. Al aproximarse nuestra pubertad, las narraciones de mi mamá se poblaron de personajes pertenecientes a otro imaginario: a un pasado dualista de Mujeres de la 'Casa' y de la 'Calle'. Las primeras, Susanitas al extremo, habían nacido para casarse. Peor aún, habían recibido entrenamiento toda su vida para ello: corte y confección, etiqueta y cocina eran algunas de las materias que cursaban en el colegio. Eran frágiles y de belleza impecable. Nunca hablaban demás, o mejor aún, ¡nunca hablaban! ¿Qué pensarían los hombres si opinaban de política o filosofía? Serían tildadas de 'cabezas locas' y expulsadas del casto harén de esposas en potencia.
Las Mujeres de la Calle eran seductoras de oficio. Su impronta eran las curvas peligrosas y una actitud desafiante de domadora de leones. Estaba permitido tenerlas en cantidad, aún cuando el varón estuviera de novio o casado. Claro, a las 'chicas bien' no se las molestaba, se las colocaba en un altar, incorruptas. Un verdadero macho se 'descargarba' con estas mujeres pulposas y despreocupadas. Las Mujeres de la Casa lo sabían, pero callaban en los claustros de sus cocinas. Ya su denominación condenaba a estas especies enemigas: la casa era sinónimo de encierro y represión, mientras la calle lo era de la libre moralidad y el desapego. Sólo el hombre podía pasearse con inmunidad por ambos planos sin ser víctima de la Sociedad. Eso sí, bajo el precio de una vida dividida.
Desempolvo una revista sesentosa y ahi las veo, compartiendo una misma página: una publicidad de heladeras con un ama de casa sonriente y unas fotos de Brigitte Bardot. Sin quererlo pienso en la película "La sonrisa de la Mona Lisa". Julia Roberts encarnaba a una profesora de arte inteligentísima, divertida, atractiva, pero soltera. "Debe de haber algo malo con ella, ningún hombre la quiso", comentaban sus alumnas bífidas. "Ningún hombre se animó", hubiese contestado yo de haber estado en esa charla de habitación. y sí, Julia Roberts era un desafío, un acertijo demasiado complejo para la época.
Creo que por la misma razón las Amazonas vivian en una aldea alejada. Eran guerreras implacables que sometían a los hombres por una noche para procrear más mujeres. De haber vivido en el medio de las polis, los hombres huirían despavoridos. Para eso estaban las intocables vírgenes Vestales, servidoras de la diosa del hogar, confinadas a en el templo para mantener el fuego sagrado siempre ardiendo. A ellas se las podía ver, pero no tocar. A las Amazonas tocar, pero no ver.
Ahora entiendo por qué en la saga de los Nibelungos Sigfrido desposó a Krimilda y no a Brunilda, la reina guerrera. Muchos principes llegaban a su corte, con la intensión de pedir su mano, pero ella los sometía a tres pruebas de fuerza. El que la venciera, podría casarse con ella, pero ninguno igualaba su maestría bélica. Ninguno menos Sigfrido. Fue amor instantáneo, pasional, verdadero. Sigfrido encontró en ella su par y prometió acudir a su corte para unirse en matrimonio. Más adelante, la saga cuenta que la princesa Krimilda le dió al héroe una poción para que se olvide de la reina guerrera. Y fincionó, porque Sigfrido volvió a la corte de Brunilda, pero no para buscarla a ella, sino para pedir su mano en nombre de otro rey. Sí, él ya estaba casado. Pociones. Pociones. O excusas baratas para no disminuir la gloria de un héroe. Digamos la verdad, Sigfrido se asustó. Brunilda era inmanejable, pero Krimilda era mansa y complaciente.
El hombre de hoy, sin saberlo, heredó la moralidad de sus padres. Las Mujeres de Casa no le alcanzan, se aburre con facilidad en su companía y considera que les falta vida, un sacudón, un baldazo de agua, despeinarlas un poco. Las Mujeres de la Calle le dan adrenalina, aventura, pero siguen siendo descartables. ¿Pero que pasa cuando aparece una mujer moderna que combina ambas?
Buenos Aires pulula de ellas, mujeres exitosas, atractivas, con las ideas bien puestas. No son ni Amazonas ni Vestales, sino híbridas, una especie mejorada ¿cómo enfrentarse a ellas? ¿cómo conquistarlas? No existe gen que prepare al hombre para esta tarea, hay que incursionar en nuevas técnicas, desarrollar un nuevo marco teórico, acuñar nuevas denominaciones. El temor a lo desconocido sigue siendo un sentimiento universal, y por ello si hay algo que estas mujeres comparten con las bellas guerreras griegas es que ellas también asustan a los hombres. Son una presa engañosa, camaleónica que puede lucir cualidades de ambos estereotipos con gracia y destreza. Pero ante la incertidumbre, el depredador recula, va a lo seguro. Siempre hay presas dóciles esperando a ser cazadas, como lo fue siempre desde antaño. Gacelas, zebras, conejos. Hace tiempo que tienen un lugar fijo en la cadena alimenticia, a diferencia de la inetiquetada mujer moderna ¿es presa o depredadora? ¿o ambas? Pasarán décadas hasta que lo averigüen y será como el descubrimiento del fuego o de la rueda: revolucionará todos los paradigmas. Mientras tanto estas mujeres siguen solas, erguidas en el medio de mundo, espantando hombres. Son las temibles Espantahombres.

martes, 9 de marzo de 2010

Langostas

A mi bisabuelo y a los siete años de plaga que soportó

Alejandro Grieco cayó de bruces sobre la tierra pelada. Lo que la noche anterior había sido verde refulgente, hoy era pasto quemado, exánime. Pensar que no las escuchó. Pensar que había invertido gran parte de su hacienda en esa alfalfa efímera ¿Todo había sido un espejismo de abundancia? ¿O era esta una visión infermal, apocalíptica? El campo es traidor. El campo es malagradecido.
Alejandro Grieco frenó las lágrimas en su rostro lozano. Malditas. Impías. Górgonas diminutas y voraces ¿Cómo cortarles la cabeza? ¿Cómo desbaratar sus cuerpos escurridizos?
Alejandro Grieco se irguió estoico y desafiante. ¡Que vengan los siente años de plaga nomás! ¡que vengan!

lunes, 8 de marzo de 2010

De momias y doncellas

La Doncella, cabizbaja, esquiva desde hace 500 años la mirada escrutadora de los hombres. Su belleza es sólo para el Inca, que la recluyó en su reservorío de virgenes hermosas. No recuerda su niñez en una aldea remota del Incanato, ni el momento en el que los demás notaron su dotes. Frente a ella, dos caminos posibles se despliegan: el matrimonio con un cacique o el honor del sacrificio a Viracocha. Sólo el segundo la conservaría pura para siempre, a salvo de las caricias lascivas y de la esclavitud esponsal.
Cuzco es coruscante y temible desde su ventana. Los niños desfilan en la plaza, celebrando su matrimonio simbólico. Para los tres, una misma suerte en las cavidades de la montaña.
La procesión hasta el Llullaillaco dura varios días. El desierto es impío y cruel, pero un séquito de mujeres vestidas con túnicas de colores atiende sus caprichos más insólitos.
El frío le endurece la piel y colorea sus labios. Por fin puede sentir la tierra blanca y gélida que siempre admiró desde lejos. Un quechua nunca había subido tan alto. Un quechua nunca había estado tan cerca de Viracocha.
Los niños y ella comen maiz y beben abundante chicha, pero sólo ella sabe lo que sucederá al despertar Inti. Los pequeños duermen, atontados por el alcohol. Ella los mira, absorta, horrorizada pero feliz.
La luz ya baña sus cuerpos. Los llevan en procesión a lo más alto de la montaña, donde construyeron sus moradas perpetuas, dignas de la nobleza. Depositan primero varias muñecas, cuencos y collares, que engalanarán su ofrenda a los dioses. Apenas escucha al sacerdote murmurar una oración. En su cabeza se despide del viento, del sol, del verano. Trata de sonreir, pero no puede. Ya llega una eternidad silente, en compañía de los dioses. Ya llega...
Ahora, sólo tierra.

Helen of Nowhere

A mi bisabuela
Aquella noche brumosa de abril, Helen Fanner soñó con el cuerpo putrefacto de su padre. El Támesis engullía su silueta lívida y su rostro blanquecino de molusco se deformaba como el de un condenado errando en el río Estígia.


–Pappá está muerto– murmuró en el desayuno frente a sus siete hermanos menores de mirada perdida.

Frances Fanner derramó el café sobre el mantel apolillado. Su noche también había apestado a muerte. Ese día se atrincheraron en su residencia sobria y encogida para esperar la inexorable noticia. Llegó dos días más tarde, encarnada en un oficial velludo y parco.

Helen se dirigió con su figura magra y temblorosa a la morgue central. Allí lo vio, los pies sobresaliendo de la sábana. Con su palma sudada retiró el velo del rostro y suspendió su vista sobre él por varios minutos. El cuerpo de su padre parecía de cera. Las facciones estaban contorneadas por tonos verdes violáceos. La boca entreabierta, rebozada de una pasta negra. Sus cabellos y cejas habían mutado a un tono rojizo. El médico forense enumeró las causas de su muerte como a una lista de almacén: “Cinco puñaladas en el pecho, agua en los pulmones, muerte por ahogamiento”.

–Estamos arruinados- balbuceó Frances con la nariz pegada al cristal de la ventana– hija, ya hice las cuentas y no hay manera de que pueda mantenernos a los nueve…–Volvió la vista a Helen, eligiendo con destreza sus próximas palabras –Una joven soltera de clase media no puede perseguir otro futuro que el de una institutriz. – La cara de Helen se volvió de piedra y sus ojos estaban a punto de ser expulsados por sus párpados. Ante su enmudecimiento repentino, Frances prosiguió –Está decidido ferret, no hay nada más que hablar.

La Sra. Snow, una de las pomposas amistades de Frances, le informó que un riquísimo terrateniente argentino estaba buscando a una institutriz para sus tres hijos. Esa noche Frances y Helen asistieron impecables a una cena de gala en honor al distinguido visitante. Helen no pudo descifrar cuál de todos los presentes sería su futuro patrón. Lo imaginaba con el rostro trigueño y acartonado, afanoso por disimular su acento hispánico desprolijo y poseedor de unos modales presuntuosos.

– Quiero proponer un brindis por nuestro ilustre huésped argentino, Don Evaristo Unzué – vociferó el Sr. Snow tintineando su copa.

La marea de invitados se retiró para revelar una silueta coruscante. Se veía joven y vivaz e indomablemente afectuoso mientras saludaba a sus amigos. Pero nada en él era joven, aunque la luz del candelabro lo contorneaba con vigor haciéndolo copiosamente atractivo. Miró a Helen con brío e intensidad y se acercó con una reverencia. Su rostro era curtido y lozano, de facciones ibéricas cinceladas.

– La Sra. Snow me ha dicho todo de usted– susurró en un inglés acabado– si está de acuerdo partimos en tres días hacia La Argentina.

¿Pero qué era esa tierra remota con nombre mitológico? “Ar-gen-ti-na”, articularla era pronunciar un conjuro profano, con rastros de pólvora y especias. ¿Qué clase de bestias furiosas y nativos barbados la habitarían? ¿Qué costumbres arrebatadas tendrían sus colonos? Sin mayores dubitaciones, zarparon aquel domingo en el H.M.S Daffodil con destino a América del Sur y Londres se hizo pequeña, plomiza y marchita.

Rafaela, Ana María y Enrique tenían una energía que nunca había conocido en niños anglo sajones. Correteaban sin descanso por la cubierta, levantando las faldas de las damas y robando los bastones de caballeros. Por las tardes jugaban a lanzar objetos por la proa, desde libros de leyes de su padre hasta los guantes bordados de Helen. Ella los disciplinaba con la firmeza y severidad que le habían legado años de golpes con el puntero por parte de sus maestros.

El espíritu del navío se enardeció al amarrar en un puertito de Portugal, donde los cuatro pisos del crucero rebozaron de españoles gruñones e italianos latosos. Eugenio Mion y su amigo Antonio habían comprado los pasajes en cuarta clase con las liras justas en su bolsillo. Todo el pueblo de Vicenza había reunido con sacrificio aquél dinero para que unos pocos jóvenes escaparan de la hambruna y parálisis financiera hacia puertos más prometedores. “Ar-gen-ti-na”, Eugenio casi podía desmenuzarla con las yemas de los dedos en un manojo de imágenes. Imponentes ciudadelas de mármol, ferrocarriles feroces que atravesaban praderas infinitas, chimeneas que no cesaban de escupir el humo del progreso.

Vista desde abajo del muelle, Helen parecía un espejismo fatal. Y fue en lo primero en que Eugenio detuvo su mirada intensa y desvergonzada: una joven ligera y furiosa, zamarreando a unos niños explosivos. Sus hebras crispadas por el viento le daban la apariencia de una Gorgona inclemente. Sus facciones límpidas y sencillas se deformaban con cada palabra que detonaba. Para Eugenio era un espectáculo absurdamente exquisito.

–Había una vacante como mozo…te apunté–le comentó Antonio desde su camastro–acéptalo, no hay otra forma de acercarse a una dama de primera clase como esa.

Eugenio no se desanimó al ver a su mítica doncella entrar del brazo de un distinguido caballero. Relampagueó en el salón con su belleza apacible y desapercibida, casi invisible para quienes saludaban a su rígida escolta. No podían ser marido y mujer, ella no lo miraba nunca a los ojos. Y eso fue exactamente lo que hizo al servirle el vino, desbaratarla con una mirada huracanada.

Esa noche, un puñado de pasajeros de cuarta clase le ayudaron a escribir una carta en inglese a su dama misteriosa, pues esa era la lengua en la que creyó oírla hablar. Un parisino sugirió comenzarla con “Querida mía”, ya que todas las declaraciones de amor deberían empezar así. “Desconozco tu nombre, pero no olvido tu ojos”, agregó un gallego de voz ronca, rememorando a una moza de su adolescencia. Una andaluza insinuó que le faltaban unas líneas de sinceridad y aventura, y esbozó como un juramento mágico: “Amarte es un premio que voy a luchar por merecer”.

De lejos, Buenos Aires parecía un gigante sudoroso, acurrucado entre la maleza. Helen la admiraba aterrada, y con el pensamiento vaporoso escapaba de las tediosas conversaciones que afloraban en las cenas de la burguesía. Debajo de su plato sobresalía un papelito blanco. Al subir la vista, sus ojos chocaron con los de Eugenio, quien vigilaba a la distancia todos sus movimientos. Ella le sonrió con timidez y se retiró a su camarote con la excusa de un dolor de cabeza. Se prometió no leer jamás la nota, pues al día siguiente desembarcarían y no volverían a verse.

El casco de la estancia se alzaba lujurioso sobre las antiguas tierras Pampas. La flamante mata de pasto cubría sangre india reseca, que aturdía los sentidos con su hálito malsano. La inmensidad del campo atemorizaba a Helen, la casa le parecía demasiado grande y la compañía demasiado escasa. Por las noches cenaba a solas con Don Unzué, pero mantenía la vista fija en la arboleda de fundidos ramajes que se dibujaba detrás de los ventanales. Mientras la tomaba de la mano no pensaba en él, tampoco en su familia, sino en la vigorosa humedad del Támesis y en el impaciente contenido de la carta. Se sentía rehén de un Menelao criollo y lamentaba haber perdido la oportunidad de escapar con Paris.

Antes de caer el sol, Helen solía ver a un indio observarlos desde un médano lejano. Se erguía estoico en su cimarrón, aún bajo la lluvia. Sin quererlo, aquel nativo que le estacaba su mirada, le inspiraba respeto y una angustia desbordante. Entonces se estremecía recordando las historias de los malones que arrebataban a las blancas para convertirlas en esclavas. Pero ella jamás habló de sus visiones por temor de que lo mandaran fusilar.

Ese abril, Don Unzué amaneció con la garganta lacerada. Los sirvientes le afirmaron a la policía que no habían oído nada la noche anterior, pero Helen sabía que se trataba de ese indio Pampa. La expresión funesta de la víctima le recordó a la de su padre. Debía escapar de allí cuanto antes. Guardó sus pertenencias en su baúl y le rogó a los oficiales que la alcanzaran al pueblo más cercano. No sería ella la que les diría a los niños que su padre había sido asesinado. Allí gastó el poco dinero que tenía en un pasaje de tren a Buenos Aires. Por fin la pradera se desvanecía, el cielo eterno, el viento inclemente y su Menelao captor.

Al bajar del tren, Helen volvió a sentir el vértigo de una capital. Hombres monumentales y resueltos, el abrazo constante de las paredes, colores danzando sobre el gris, diareros cantando las noticias. En menos de una semana, ya había conseguido trabajo como maestra de literatura en un colegio inglés de Hurlingam. Hasta había alquilado un cuarto decente en una pensión aledaña a una iglesia anglicana.

Ese domingo celebró misa en su lengua y la ciudad se pareció aún más a su hogar. En el atrio de la iglesia, una multitud de señoras la aguardaban para hacerle infinidad de preguntas e invitarla al té de la tarde. Al quedarse sola, escrutó el cielo y sonrió sin quererlo. Al costado de las escaleras, un hombre de cabellera prieta canturreaba en italiano mientras cortaba el pasto. Helen apretó con ansiedad el sobre cerrado que llevaba a diario en su bolsillo. Debía de ser él. Debía de ser el muchacho del barco. Calma, tendría muchos domingos para averiguarlo. Después de todo, ahora era Helena de Buenos Aires.