martes, 16 de febrero de 2010

Un rostro, todos los rostros

Devoro los escalones del museo con torpeza. La necesidad volcánica de verlo me tiene aletargada y me abro paso con violencia. Su fuerza gravitatoria me lleva hacia él, al encuentro que nos debemos hace rato. Esos son los ojos que me acosan. Ese es el rostro que es todos los rostros. Frente a frente somos iguales, Juanito Laguna y yo.

Antonio Berni no quería que lo olvide. Quizás deseaba que me asedie su fisonomía de cartón y tela, como a él lo perseguía el recuerdo lacerante de los niños santiagueños. Su pobreza es la de Juanito: descarnada, cotidiana y omitida. Su pobreza me interpela con una intensidad punzante que jamás me había permitido conocer. “Para esto existe el Arte – sentencio – para enrostrarnos la realidad que nos olvidamos de ver”.

El Arte individualiza a la pobreza. Como el mago taciturno de Las ruinas circulares, el Arte sueña a sus personajes con integridad minuciosa y los impone a la realidad. Les da facciones y nombres. Les concede historias y sueños. En las escalinatas de Odessa, en contraste con los soldados análogos del Zar, Serguéi Eisenstein inmortaliza a la anciana indignada, al mendigo sin piernas, al niño desvalido y a su madre desesperada. Sus expresiones agudas superan la función estética de la obra para calar en la memoria del espectador. Cómo olvidar al sagaz Lazarillo de Tormes robando migajas del pan consagrado. Cómo deshacernos de Charles Chaplin comiendo la suela de su zapato.

El Arte dignifica a la pobreza. Como en la Antigüedad, sus hacedores elevan la realidad y la convierten en una expresión divina. Nos acercan historias de superación personal acompañadas de valores intactos y una voluntad inoxidable. En el film The Pursuit of Happyness vemos a un Chris Gardner honesto y perseverante, que alcanza el trabajo anhelado luego de experimentar la miseria en primera persona. Charles Dickens retrata a Oliver Twist como un niño astuto y rebuscado, que vence los males sociales de la época y recupera su posición arrebatada. El Arte toma dos tragedias cotidianas y hace de sus protagonistas héroes dramáticos.

El Arte es la autopsia de la pobreza. La diseca hasta exponer su anatomía más escabrosa y fétida. No teme canalizar por su subjetividad la crudeza y desesperación que observa en los sectores menos favorecidos de la Sociedad. Así, vivifica imágenes que magullan nuestra conciencia. La tuberculosa Fantine de Les Miserables vendiendo su cabello y sus dientes para mantener a su hija. La Cerillera de Andersen encendiendo su último fósforo para luego morir de frio en la calle. El joven mendigo de Murillo, cabizbajo y exánime. Jamal, Salim y Latika de Slumdog Millonaire durmiendo en un basurero hediondo de Bombay.

El Arte le da visibilidad a la pobreza. Como vicario de la realidad, la exhibe en escenarios, papel, museos y pantallas. Con él, permitimos que la pobreza entre en nuestro propio living y fraternice con nuestro círculo íntimo. Allí, el vicario oficia el ritual iniciático: corta la venda de nuestros ojos y nos enfrenta a las más temibles quimeras. Hambre. Exclusión. Ignorancia. Discriminación. Delincuencia. Drogadicción. Promiscuidad. La extrambientación es irreversible. Ya no podemos ignorar a la anciana que duerme en nuestro palier, al niño que pide monedas en el semáforo, a la madre que ruega por alimentos en la puerta del supermercado. No podemos desconocerlos porque el Arte los ha nombrado en nosotros. Son Juanitos, Fantines, Olivers y Latikas. Sabemos de sus sufrimientos, carencias y marginalidad. El Arte no nos deja escapar: nos inquieta a comprometernos con ellos, a querer ser motores del cambio por una Sociedad más justa.




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