domingo, 4 de noviembre de 2007

El confesionario


A veces pienso que un cortado mitad y mitad es una pócima para la verdad. Sino, no me explico cómo siempre termino exponiendo a corazón abierto mis fibras más íntimas. Creo que no soy la única practicante de tan cotidiano ritual de revelación: espiando a la pareja de la mesa de al lado, a las amigas de enfrente, me tranquilizo. Un bar se convierte en santuario, donde se logran las confesiones más singulares y se promete discreción.
En cada mesa se encarna un pequeño "Causa Común", donde figuras cotidianas juegan en los papeles de confesor y confesante. El café siempre es una excusa, un símbolo, un medio para paliar los nervios. Adivinar las historias que se desarrollan en ese preciso instante es un deporte no reconocido. Ella bebe un sorbo y dice: "no va más". Se levanta de la mesa y él paga la cuenta. "Es la culpa de él, la estaba engañando" me digo y arrastro mi atención a la mesa contigua. Dos amigas que consuelan a una tercera. "Seguramente cortó con el novio; esta la saqué fácil" fanfarroneo y decido buscar un objetivo más desafiante.
Antes de perder mi ritmo, encuentro a mis presas: una pareja recluida en un rincón del barcito. Es más tentador si no escucho la conversación, si me guío por gestos, sutiles miradas, muecas pasionales o inclusive por lo que están consumiendo. Él bebe enérgicamente un café doble, esto indica que es un hombre de carácter fuerte, viril y que está esperando una confesión. Ella está de espadas, pero puedo ver cómo juega con una servilleta. No están tomados de las manos, él busca hambrientamente su mirada pero ella lo esquiva. Finalmente, el clímax, la erupción de palabras. Él se transfigura por unos brevísimos segundos y rompe el silencio con una carcajada. La abraza, se besan. No era tan difícil: una declaración de amor.
La posmodernidad nos ha remolcado un nuevo confesionario. Exposición pública y privada a la vez, globalización e individualismo conjugados en un mismo espacio. Podemos imaginar a Paris y Helena planeando su escape, a Romeo y Julieta citándose a escondidas, a Sócrates y Platón criticando los sofistas, todos sentados en la mesa de un café. Serían situaciones totalmente verosímiles para el hombre contemporáneo. En los bares se han planeado revoluciones, se han confesado infidelidades ¿Y cuántas primeras citas? ¿Cuántas propuestas de matrimonio? ¿Cuántas noticias desafortunadas? Todo se lo debemos al ritual liberador de tomar un café.
Con un café en la mano y una mesita de por medio no hay temor que nos trunque, el flujo es libre y sin peajes. Parece que hoy en día la gente ya no se anima a confesarse con un sacerdote.¿Le deberemos esta crisis de fe a esta joven costumbre? Nos acostumbramos a vomitar nuestras verdades en bares y cafetines, y este ejercicio ha atrofiado esta práctica religiosa. La comodidad de una silla acolchonada, un cortado, un tostado, un amigo enfrente…¡sì! El confesionario resulta ser menos confortable. Así somos de posmodernos, buscamos lo familiar, lo fácil. Quizás confesar una infidelidad en un lugar público sea más seguro. Quizás el tiempo en el que se bebe un café es el justo para extender una charla en una primera cita. Quizás proponemos matrimonio en un bar para que todos los clientes aplaudan nuestra gallardía. No sé, son demasiadas preguntas y necesito comprarme mi cortado mitad y mitad para responderlas.

1 comentario:

Cecilia Arbolave dijo...

Coincido: el café es la excusa perfecta para muchas cosas. Un ritual que, si bien resulta más "emocionante" cuando se realiza de a dos, puede acabar siendo un momento bastante más creativo para los delirios mentales [como el que tuviste hoy, creo!] O quizás eso le pasa a pocos, hay gente que no soporta la soledad urbana.