lunes, 18 de enero de 2010

La muerte del pavo real



Cuando lo volvió a ver, el pavo real ya estaba maltrecho, con sus plumas decoloradas e inertes. Recordó cómo su abuela, doña Rosario Iparraguirre, lo había traído del lejano Paraguay junto con un monito revoltoso que les robaba las tijeras en las tardes de bordado. Sí, allí pasaban el invierno, en un lujoso hotel de Villarrica, donde las bondades del clima amainaban el asma de sus tíos.

El fulgor de su estancia San Rafael, con sus amplias galerías y cortinas granate, se había desvanecido como una civilización gloriosa de la que sólo quedaban escombros. El pavo real desfilaba moribundo, persiguiendo a los fantasmas de las yeguas indómitas que solían habitarlo. Cerró desesperada los ojos y casi oyó la canción del viento entre los infinitos campos de trigo. Pero de la opulencia y el derroche de su casta no quedaba signo alguno. Ni siquiera el nombre de San Rafael, borrado en la piedra como un impronunciable tabú.

"La Sarunga", leyó compungida. Y se alejó cabizbaja hacia la tumultuosa Buenos Aires, exorcizando culpas y memorias punzantes. No volvió ni una vez la vista a su Entre Ríos natal. Tampoco al pavo real agonizante.

1 comentario:

Anónimo dijo...

No hay nada como el pago
La melancolía te mata!!!
Beto