lunes, 7 de junio de 2010

La vuelta de Odiseo

A mi bisabuelo Alejandro y a la mujer que siempre lo esperó


Ana María Unanue casi se queda ciega de tanto llorar. Por amor, claro, ¿por qué más?
Se había casado embelesada con Alejandro Grieco, un uruguayo diez años menor que ella. Galante, apolíneo, despreocupado. Su risa espantaba a las palomas y escandalizaba a las viejas. Manejaba con brío descarado en un traje de lino blanco que lo hacía parecerse a Gardel.
Ella, quebradiza y complaciente, aceptó su propuesta casi sin respirar. Él obtendría su vastas tierras patricias. Ella se calcinaría en el fuego lento de la divinidad por unos breves e intensos años.
Pero las criaturas espirituosas no conocen patrón. Como una ninfa del bosque, o mejor dicho un sátiro, Alejandro no tardó en seguir el llamado del bosque. Para cada amante, una casa nueva. Joyas. Autos. Caballos. Y ella despertando sola cada mañana, deshaciendo los puntos que había tejido la noche anterior. Debía esperalo. Debía volver a ella.
Hasta que llegó la mañana en la que los Unanue se quedaron sin nada. Sin sus siete casas en Buenos Aires. Sin sus campos que unían pueblos entrerrianos. Sin nada. Alejandro debía irse también, arrastrado por las aguas del Paraná. Lo vieron dejar el pueblo con las sobras de la fortuna de su mujer y una rubia oxigenada a su lado.
Pero en menos de un año, Ana María y Alejandro estaban viviendo con sus hijos en un departamentito en Capital. Claro, en habitaciones separadas. Ella lo soportó todo porque era una santa, una santa. Y él siguió viendo a la rubia hasta su muerte, pero tuvo la dignidad de escondersela a todos. Por fin, Odiseo estaba en casa, aunque su mente surcara océanos icógnitos.

1 comentario:

Belen Oda Marty dijo...

dura la vie, dura.....
me encantan estas historias.