lunes, 8 de marzo de 2010

Helen of Nowhere

A mi bisabuela
Aquella noche brumosa de abril, Helen Fanner soñó con el cuerpo putrefacto de su padre. El Támesis engullía su silueta lívida y su rostro blanquecino de molusco se deformaba como el de un condenado errando en el río Estígia.


–Pappá está muerto– murmuró en el desayuno frente a sus siete hermanos menores de mirada perdida.

Frances Fanner derramó el café sobre el mantel apolillado. Su noche también había apestado a muerte. Ese día se atrincheraron en su residencia sobria y encogida para esperar la inexorable noticia. Llegó dos días más tarde, encarnada en un oficial velludo y parco.

Helen se dirigió con su figura magra y temblorosa a la morgue central. Allí lo vio, los pies sobresaliendo de la sábana. Con su palma sudada retiró el velo del rostro y suspendió su vista sobre él por varios minutos. El cuerpo de su padre parecía de cera. Las facciones estaban contorneadas por tonos verdes violáceos. La boca entreabierta, rebozada de una pasta negra. Sus cabellos y cejas habían mutado a un tono rojizo. El médico forense enumeró las causas de su muerte como a una lista de almacén: “Cinco puñaladas en el pecho, agua en los pulmones, muerte por ahogamiento”.

–Estamos arruinados- balbuceó Frances con la nariz pegada al cristal de la ventana– hija, ya hice las cuentas y no hay manera de que pueda mantenernos a los nueve…–Volvió la vista a Helen, eligiendo con destreza sus próximas palabras –Una joven soltera de clase media no puede perseguir otro futuro que el de una institutriz. – La cara de Helen se volvió de piedra y sus ojos estaban a punto de ser expulsados por sus párpados. Ante su enmudecimiento repentino, Frances prosiguió –Está decidido ferret, no hay nada más que hablar.

La Sra. Snow, una de las pomposas amistades de Frances, le informó que un riquísimo terrateniente argentino estaba buscando a una institutriz para sus tres hijos. Esa noche Frances y Helen asistieron impecables a una cena de gala en honor al distinguido visitante. Helen no pudo descifrar cuál de todos los presentes sería su futuro patrón. Lo imaginaba con el rostro trigueño y acartonado, afanoso por disimular su acento hispánico desprolijo y poseedor de unos modales presuntuosos.

– Quiero proponer un brindis por nuestro ilustre huésped argentino, Don Evaristo Unzué – vociferó el Sr. Snow tintineando su copa.

La marea de invitados se retiró para revelar una silueta coruscante. Se veía joven y vivaz e indomablemente afectuoso mientras saludaba a sus amigos. Pero nada en él era joven, aunque la luz del candelabro lo contorneaba con vigor haciéndolo copiosamente atractivo. Miró a Helen con brío e intensidad y se acercó con una reverencia. Su rostro era curtido y lozano, de facciones ibéricas cinceladas.

– La Sra. Snow me ha dicho todo de usted– susurró en un inglés acabado– si está de acuerdo partimos en tres días hacia La Argentina.

¿Pero qué era esa tierra remota con nombre mitológico? “Ar-gen-ti-na”, articularla era pronunciar un conjuro profano, con rastros de pólvora y especias. ¿Qué clase de bestias furiosas y nativos barbados la habitarían? ¿Qué costumbres arrebatadas tendrían sus colonos? Sin mayores dubitaciones, zarparon aquel domingo en el H.M.S Daffodil con destino a América del Sur y Londres se hizo pequeña, plomiza y marchita.

Rafaela, Ana María y Enrique tenían una energía que nunca había conocido en niños anglo sajones. Correteaban sin descanso por la cubierta, levantando las faldas de las damas y robando los bastones de caballeros. Por las tardes jugaban a lanzar objetos por la proa, desde libros de leyes de su padre hasta los guantes bordados de Helen. Ella los disciplinaba con la firmeza y severidad que le habían legado años de golpes con el puntero por parte de sus maestros.

El espíritu del navío se enardeció al amarrar en un puertito de Portugal, donde los cuatro pisos del crucero rebozaron de españoles gruñones e italianos latosos. Eugenio Mion y su amigo Antonio habían comprado los pasajes en cuarta clase con las liras justas en su bolsillo. Todo el pueblo de Vicenza había reunido con sacrificio aquél dinero para que unos pocos jóvenes escaparan de la hambruna y parálisis financiera hacia puertos más prometedores. “Ar-gen-ti-na”, Eugenio casi podía desmenuzarla con las yemas de los dedos en un manojo de imágenes. Imponentes ciudadelas de mármol, ferrocarriles feroces que atravesaban praderas infinitas, chimeneas que no cesaban de escupir el humo del progreso.

Vista desde abajo del muelle, Helen parecía un espejismo fatal. Y fue en lo primero en que Eugenio detuvo su mirada intensa y desvergonzada: una joven ligera y furiosa, zamarreando a unos niños explosivos. Sus hebras crispadas por el viento le daban la apariencia de una Gorgona inclemente. Sus facciones límpidas y sencillas se deformaban con cada palabra que detonaba. Para Eugenio era un espectáculo absurdamente exquisito.

–Había una vacante como mozo…te apunté–le comentó Antonio desde su camastro–acéptalo, no hay otra forma de acercarse a una dama de primera clase como esa.

Eugenio no se desanimó al ver a su mítica doncella entrar del brazo de un distinguido caballero. Relampagueó en el salón con su belleza apacible y desapercibida, casi invisible para quienes saludaban a su rígida escolta. No podían ser marido y mujer, ella no lo miraba nunca a los ojos. Y eso fue exactamente lo que hizo al servirle el vino, desbaratarla con una mirada huracanada.

Esa noche, un puñado de pasajeros de cuarta clase le ayudaron a escribir una carta en inglese a su dama misteriosa, pues esa era la lengua en la que creyó oírla hablar. Un parisino sugirió comenzarla con “Querida mía”, ya que todas las declaraciones de amor deberían empezar así. “Desconozco tu nombre, pero no olvido tu ojos”, agregó un gallego de voz ronca, rememorando a una moza de su adolescencia. Una andaluza insinuó que le faltaban unas líneas de sinceridad y aventura, y esbozó como un juramento mágico: “Amarte es un premio que voy a luchar por merecer”.

De lejos, Buenos Aires parecía un gigante sudoroso, acurrucado entre la maleza. Helen la admiraba aterrada, y con el pensamiento vaporoso escapaba de las tediosas conversaciones que afloraban en las cenas de la burguesía. Debajo de su plato sobresalía un papelito blanco. Al subir la vista, sus ojos chocaron con los de Eugenio, quien vigilaba a la distancia todos sus movimientos. Ella le sonrió con timidez y se retiró a su camarote con la excusa de un dolor de cabeza. Se prometió no leer jamás la nota, pues al día siguiente desembarcarían y no volverían a verse.

El casco de la estancia se alzaba lujurioso sobre las antiguas tierras Pampas. La flamante mata de pasto cubría sangre india reseca, que aturdía los sentidos con su hálito malsano. La inmensidad del campo atemorizaba a Helen, la casa le parecía demasiado grande y la compañía demasiado escasa. Por las noches cenaba a solas con Don Unzué, pero mantenía la vista fija en la arboleda de fundidos ramajes que se dibujaba detrás de los ventanales. Mientras la tomaba de la mano no pensaba en él, tampoco en su familia, sino en la vigorosa humedad del Támesis y en el impaciente contenido de la carta. Se sentía rehén de un Menelao criollo y lamentaba haber perdido la oportunidad de escapar con Paris.

Antes de caer el sol, Helen solía ver a un indio observarlos desde un médano lejano. Se erguía estoico en su cimarrón, aún bajo la lluvia. Sin quererlo, aquel nativo que le estacaba su mirada, le inspiraba respeto y una angustia desbordante. Entonces se estremecía recordando las historias de los malones que arrebataban a las blancas para convertirlas en esclavas. Pero ella jamás habló de sus visiones por temor de que lo mandaran fusilar.

Ese abril, Don Unzué amaneció con la garganta lacerada. Los sirvientes le afirmaron a la policía que no habían oído nada la noche anterior, pero Helen sabía que se trataba de ese indio Pampa. La expresión funesta de la víctima le recordó a la de su padre. Debía escapar de allí cuanto antes. Guardó sus pertenencias en su baúl y le rogó a los oficiales que la alcanzaran al pueblo más cercano. No sería ella la que les diría a los niños que su padre había sido asesinado. Allí gastó el poco dinero que tenía en un pasaje de tren a Buenos Aires. Por fin la pradera se desvanecía, el cielo eterno, el viento inclemente y su Menelao captor.

Al bajar del tren, Helen volvió a sentir el vértigo de una capital. Hombres monumentales y resueltos, el abrazo constante de las paredes, colores danzando sobre el gris, diareros cantando las noticias. En menos de una semana, ya había conseguido trabajo como maestra de literatura en un colegio inglés de Hurlingam. Hasta había alquilado un cuarto decente en una pensión aledaña a una iglesia anglicana.

Ese domingo celebró misa en su lengua y la ciudad se pareció aún más a su hogar. En el atrio de la iglesia, una multitud de señoras la aguardaban para hacerle infinidad de preguntas e invitarla al té de la tarde. Al quedarse sola, escrutó el cielo y sonrió sin quererlo. Al costado de las escaleras, un hombre de cabellera prieta canturreaba en italiano mientras cortaba el pasto. Helen apretó con ansiedad el sobre cerrado que llevaba a diario en su bolsillo. Debía de ser él. Debía de ser el muchacho del barco. Calma, tendría muchos domingos para averiguarlo. Después de todo, ahora era Helena de Buenos Aires.

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